lunes, 30 de noviembre de 2015

Votar al menos malo


Para alrededor de un cuarto de la población, que son los que en la primera vuelta no votaron a Scioli ni a Macri, ésta fue la cuestión. Ésta, o el voto en blanco o nulo, que fue una alternativa agitada por uno de los candidatos que, huelga decir, no llegó al ballotage. (Si usted, lector, no es argentino, puede informarse sobre las últimas elecciones presidenciales en esta página)

Claro, en ese caso, si ninguno de los dos candidatos es satisfactorio, ¿por qué gastarse en votar a uno o al otro? El planteo de Nicolás Del Caño en ese sentido es lógica para dummies, un razonamiento a prueba de bombas. Sería como elegir entre un Ford Fiesta o un Gol Trend, cuando lo que queremos es una camioneta, pero no un auto pequeño. Ninguna de las dos opciones, entonces, nos satisfacen. Por lo tanto, en la mayoría de las oportunidades, no adquirimos ninguno de los dos autos ofrecidos.

El ser humano es un animal social. No le gusta estar solo (en esto hay matices, hay personas más solitarias y personas que disfrutan del contacto con otros semejantes), necesita del afecto de una o más personas. De hecho, Abraham Maslow fue muy claro en su Teoría de la motivación humana (el título, y el libro original, están en inglés): luego de satisfechas las necesidades de supervivencia fisiológica (no morir por no poder darle al organismo las condiciones necesarias para funcionar correctamente) y de seguridad (poder vivir en el estado de derecho y económico en el que está inserta la sociedad actual), el siguiente escalón es la afiliación social. Dicho de otro modo, tener amigos, tener interacciones sociales, incluso intimidad sexual. Sólo una vez que tenemos esto satisfecho podemos seguir subiendo hacia los niveles superiores (aunque hay teorías que dicen que podemos seguir escalando aún si tenemos los escalones inferiores parcialmente cumplidos).

Con respecto al último punto, el de la intimidad sexual, mucha gente argumenta que el ser humano, al buscar el sexo, cumple con los más básicos instintos del ser humano. Esta teoría, si bien yo no la abono totalmente, puede ser parcialmente cierta, y sería una buena explicación de por qué hay gente que detesta atávicamente estar solo/a, es decir, sin pareja. Son pocos, pero existen; de hecho, yo conozco un puñado de personas con ese predicado en mente. De ahí a que lo puedan cumplir, ya es otra cosa. Más allá de esta gente, lo cierto es que, para la mayoría de las personas, si pudieran elegir entre estar en pareja o solos (entiéndase “estar en pareja” no como algo formal, sino más bien como “tener un/a compañero/a sexual”), elegirían lo primero. Por eso es que existen los conceptos de sex toy, touch and go, el/la que siempre está y similares, que quien lea seguro reconocerá.

No obstante, debido a la educación formal que recibimos casi todos los que superamos los 20 años y vivimos en sociedades occidentalizadas, convenimos en que debe existir una sola pareja. Eso es un concepto atávico, arraigado en gran parte debido a creencias religiosas. Últimamente esa idea está mutando a favor de otras alternativas como la convivencia, las relaciones abiertas, los amigos con beneficios y demás categorías, aunque sigue arraigado. De esta manera, sería poco común que una persona tenga más de un novio/novia, por más que tenga múltiples parejas sexuales. Recurriendo a una analogía futbolera, uno es el titular y los demás son suplentes. O simples amantes ocasionales. En los últimos lustros, la idea sobre la infidelidad se ha vuelto decididamente más favorable, siendo los principales argumentos a favor que “sirve para liberar tensiones de pareja”, “hace descubrir que la pareja oficial es la mejor”, “puede oxigenar la relación” y otros.

¿Cuál es la mecánica más usual en estos casos? Una persona está en pareja con otra, pero uno de los miembros de la pareja desea algo más. Por lo tanto, se consigue un amante, una relación ocasional. El problema sobreviene cuando comienza a haber razones para abandonar a la primera persona por la segunda. A esta altura, lo más probable es que la persona que busca la relación extra-pareja aduzca confusión, necesidad de tiempo o cualquier otro sucedáneo.

Si bien esta confusión es muy conocida a nivel popular con una connotación peyorativa, tildándola de simple indirecta, arrojando un poco más de luz sobre el asunto podemos ver que no es tan así. La confusión puede ser parcialmente cierta. ¿Recuerdan el ejemplo del principio, el de los candidatos? Si usted no prefiere ni a Scioli ni a Macri, pero enfrenta la necesidad de votar por uno de ellos, probablemente se sienta confundido/a. No puede votar a los dos, porque anularía su voto. Debe elegir entre dos candidatos que no le convencen. Un cierto alboroto es esperable que esté ocurriendo en su cabeza.


Ahora, llevémoslo al terreno de las relaciones interpersonales. Pensemos en una persona enfrentada a tener que elegir dos parejas, ninguna de las cuales le convence en un 100%. Y acá vuelve a aparecer el dilema del elector. Hay dos posibilidades: elegir al menos malo o votar en blanco. El problema, un problema no menor, es que todas las personas, como dice más arriba, tienen necesidad de afecto, de intimidad (sexual o del tipo que sea). Y, por otro lado, es poco probable que alguien esté dispuesto, cuando se le presentan dos oportunidades, a perder o despreciar ambas. Es decir, nadie quiere quedarse sin el pan y sin la torta. El voto en blanco, está visto, no es una opción. Y así es que la persona acaba cayendo en el lugar común, tan conocido en ámbitos electorales: elegir al menos malo.

viernes, 27 de noviembre de 2015

Historia de tren

Y había que esperar hasta el final. No quedaba otra. La rutina de llegar a la estación, parar, que unos se bajen, otros se suban, la ocasional escaramuza en la puerta entre los que quieren subir ya y los que quieren bajar ya, cada dos o tres estaciones un vendedor que se sube y desgrana su discurso como si fuera poesía, es algo que uno debe soportar si quiere moverse en tren.

tren 1


Así estaba la cosa un domingo a la tarde. El chico de campera verde se había subido al inicio del recorrido, por lo cual tenía su asiento asegurado. Había tenido casi todo el tren a su disposición, ya que en la primera estación no se sube demasiada gente. Más se suben en el medio del recorrido, en zonas pobladas. El tren se movía, monótonamente, por las vías, mientras en él se desarrollaba la vida. Cada vagón tiene cuatro filas de asientos, que son en verdad dos filas dobles; la de la izquierda mira hacia adelante, la de la derecha mira hacia atrás (suponiendo que se mira el tren en el sentido de marcha). Al lado del de campera verde, un señor con aspecto de kiosquero escuchaba música. En el par de asientos de adelante, una pareja con su hijito volvía a casa; el nene se entretenía con un juego de trenes en su tableta, los padres charlaban de vaya uno a saber qué. En las filas de la derecha, una señora con una bolsa grande de consorcio, llena, luego un par de personas absortas en su música, otro leyendo el diario, dos hermanos sentados bajo la atenta mirada de los padres desde la fila de atrás. En todos los vagones, la historia debía ser la misma.



El de campera verde leía despreocupadamente, como para que pase el viaje, cuando decidió hacer un alto en su lectura. Quizás para descansar la vista, quizás para fijar las ideas del libro. Echó una mirada al vagón. Pese a que en todas las estaciones bajaba y subía una cantidad considerable de gente, con lo que el pasaje se renovaba en gran parte, nunca faltaban los clásicos personajes antes descriptos. Los domingos, se sabe, la gente sale de la ciudad hacia destinos más amigables con la vida no-laboral, y cuando el día está por llegar a su fin, corre la misma suerte su estadía en esos lugares. Mucha de esa gente son familias, así que no es extraño ver parejas con niños pequeños (y no tanto) en el tren, en ese momento.

Lo que sí es extraño, es cruzarse miradas con otra persona del tren. No suele suceder, nadie suele darle importancia. Todos en la suya. Menos el de verde, que en una de esas levantadas de vista que pegó para cortar el momento, se encontró con un par de ojos negros que miraban en su dirección. No le dio importancia. Su dueña estaría mirando por la ventana, con la misma intención que él. Se dio un segundo para observar su rostro, la manera en que iba vestida. No parecía ser de clase alta, es más, era una típica chica de ciudad, una de las tantas que uno podría cruzarse por la calle. Tenía el pelo negro, algo enrulado, y dos ojos negros que, pese al color, no daban la sensación de frialdad, sino más bien de ser penetrantes.

La chica volvió a lo suyo, y el viaje siguió. Pero unos minutos más tarde, ella volvió a mirar hacia donde estaba el de verde. El de verde, a su vez, volvió a levantar la vista, y la vio a ella. Esta vez, sin embargo, no pasó que los dos volvieron a la suya. Ni ahí. Se quedaron uno, dos, tres, diez segundos mirándose, estudiándose, imaginándose quizás las cosas que tenían para decirse…

Y ella tenía mucho que decir. Separada de su familia desde hacía unos años, debido a la necesidad de estudiar en la capital, su diversión fuera del estudio consistía en pasar momentos con amigos y amigas conseguidos en sus años de estudio. Pero si bien había logrado evitar la soledad, que es muy factible en alguien que está lejos de su tierra, su necesidad de afecto aún no estaba satisfecha. Faltaba algo. Algo que nunca ella había buscado realmente, pero que en este momento golpeaba a su puerta con cierta insistencia.

El, por su parte, tenía lo suyo. Trabajador habituado a las largas jornadas de trabajo, su vida transcurría más o menos por los mismos carriles que la de la chica del tren. Sólo que, en este caso, él era de la ciudad, y no estaba lejos de sus familiares ni de sus amigos de toda la vida. Tiempo atrás, había tenido alguna experiencia en el amor, pero no había durado demasiado. Su trabajo, su forma de vida, simplemente se lo impedía.


Las cosas que deseamos, se toman cuando tenemos la oportunidad. Por eso, ni el de verde ni la chica aflojaron la mirada. Se siguieron observando, fascinados, como dos hinchas de fútbol en el momento en que un jugador de su equipo está por patear un penal. Una imperiosa necesidad de ir al encuentro de ella tomó por asalto la cabeza del hombre de la campera verde. Sentía necesidad de levantarse de su asiento, pararse al lado del de ella, conocerla, explorar los rincones de su mente… Pero la distancia de cuatro asientos, por el momento, lo impedía.

Por fin se liberó el asiento al costado del chico. Y sorpresivamente, la chica, por alguna razón, ¡decidió moverse hacia el asiento que acababa de desocuparse! Y así fue como empezaron a hablar. Ella sacó de su mochila un paquete de galletitas dulces, y las compartieron. Se contaron sus vidas. Así, el de verde se enteró de que la chica era del interior, de que estaba en la capital por estudio, de que vivía sola en un monoambiente del centro de la ciudad, y de algunas otras confidencias. Su familia vivía en un pueblo mediano del interior del país, y su fuente de ingresos era el comercio de granos, actividad que, como es sabido, depende mucho de factores climáticos y económicos nunca en manos del productor. Ella era la única de tres hermanos que había mostrado voluntad de abandonar el negocio familiar y buscar nuevas ocupaciones, y en su pueblo no tenía, naturalmente, la posibilidad de hacer mucho más. Por eso se había ido. Él, en cambio, había vivido siempre en la ciudad, o sus alrededores. Su vida no había sido en nada como la de la chica. También era estudiante universitario, aunque se dedicaba más al trabajo que al estudio porque estaba convencido de que el lugar donde las cosas se aprenden mejor, es en el trabajo.


Ciertamente, la conversación fue ganando en entusiasmo y volviéndose más interesante a medida que pasaba el tiempo y más se conocían. Pero nada es eterno, desgraciadamente. Y en un momento, el viaje tenía que terminar, y más temprano que tarde llegó la hora de bajar del tren. A él le tocó bajar primero; su estación quedaba más atrás que la de ella. El momento de la despedida fue efímero: no duró más que un par de segundos, ya que el momento de la bajada había llegado muy de repente, tan absorbido que estaba el chico en la charla. Así es que él se levantó del asiento y, cuando el tren frenó en la estación, se bajó. Ella se quedó en su lugar, y el tren partió hacia la siguiente estación.


tren partida



Al otro día, la vida retomó su ritmo habitual. Típico lunes: gente en la calle sin ganas de estar allí, el trabajo de siempre, cortar maderas según las medidas que le habían encomendado, atornillar otras para darle forma a muebles que vaya a saber quién había pedido, y que quizás adornarían casas más lujosas que la suya y donde seguramente había algo que ni él ni la chica del tren del día anterior habían experimentado en su totalidad. A veces la vida te lleva a eso: querés algo, pero no lo tenés, y trabajás para gente que sí lo tiene. Menuda situación: ¿por qué uno no puede estar como ellos?
A las seis en punto de la tarde, el chico apagó la máquina que estaba usando, colgó la ropa de trabajo y salió raudo de la fábrica de muebles. En el viaje de vuelta en colectivo, algo empezó a despertarse en su cabeza. Tal vez fue porque la situación era casi idéntica a la del día anterior en tren, o tal vez fuera otra cosa, pero ¿por qué se estaba acordando tanto de ese viaje? No le dio importancia y siguió, hasta que llegó a su casa. Lo mismo se repitió el resto de los días de la semana, cada vez con mayor intensidad. Es que muchas veces, cuando algo es raro que ocurra en nuestra vida, y se da una situación que linda con eso que nosotros no conocemos tan de cerca, lo sentimos como la gran oportunidad. La situación fue en aumento… En el viaje de vuelta a casa del viernes, ya la cosa era insoportable. De pronto, el chico quería volver al tren, tomarse el primero que llegara, ir rebotando entre cabecera y cabecera. Todo para ver si encontraba de nuevo a aquella chica con la que había pasado hablando el viaje del domingo. Sentía unas ganas imperiosas de volver a hablar con ella, a conocerse, a sentir esas hormigas en la panza que había sentido aquella vez, al encontrársela por primera vez. Quizás soñara un futuro juntos…pero a esta altura era imposible saberlo. Necesitaba volver a verla. Sin embargo, al principio no le quiso dar demasiadas vueltas: “Sólo será un sentimiento pasajero”, se decía, más para consolarse, porque parte de su ser consideraba, en efecto, lo contrario. El problema era que no tenía cómo encontrarla. Sólo se la había cruzado en el tren, aquella vez, en ese viaje. Y, además, no era un recorrido que él hiciera a menudo. Era algo que había hecho una sola vez, para visitar a un amigo, y seguramente no volvería a ir para ese lado en muchos meses. No había demasiada esperanza.
Pasaron los días, luego las semanas y los meses. El chico, pese a las evidencias, no se convenció nunca de que no iba a encontrar a su chica. Eventualmente halló otra, con al cual tuvo un noviazgo más o menos largo, y luego hubo alguna otra. Nada, sin embargo, pudo reemplazar a la del tren. En el medio, cambió de empleo: aprovechando la experiencia ganada en su trabajo en la fábrica de muebles, se las ingenió para poner una propia. Mal no le fue: pese a que sólo tenía el local original, en su barrio, lograba ganar suficiente dinero como para vivir, él y su pareja, que fue al fin de cuentas su segunda novia. Mucho más no se sabe de la vida del chico, sólo que unas cuantas veces se fue a la estación terminal de trenes, munido con golosinas y comestibles diversos unas veces, otras con elementos de librería, otras con linternas y aparatos similares, “que en la casa no pueden faltar, ante un corte de luz, ¿con qué se iluminará, señor? Cinco mil horas de duración de carga, veinte LEDs, en un comercio lo abonará cien pesos, hoy se la lleva por treinta”. Quizás esperó, en alguno de todos los viajes en tren que hizo (sé de buena fuente que no le fue mal vendiendo), encontrarse con aquella chica, de aquel viaje de domingo, de vuelta a la gran ciudad.