Para
alrededor de un cuarto de la población, que son los que en la primera vuelta no
votaron a Scioli ni a Macri, ésta fue la cuestión. Ésta, o el voto en blanco o
nulo, que fue una alternativa agitada por uno de los candidatos que, huelga
decir, no llegó al ballotage. (Si usted, lector, no es argentino, puede informarse sobre las últimas elecciones presidenciales en esta página)
Claro, en
ese caso, si ninguno de los dos candidatos es satisfactorio, ¿por qué gastarse
en votar a uno o al otro? El planteo de Nicolás Del Caño en ese sentido es
lógica para dummies, un razonamiento
a prueba de bombas. Sería como elegir entre un Ford Fiesta o un Gol Trend,
cuando lo que queremos es una camioneta, pero no un auto pequeño. Ninguna de las
dos opciones, entonces, nos satisfacen. Por lo tanto, en la mayoría de las
oportunidades, no adquirimos ninguno de los dos autos ofrecidos.
El ser
humano es un animal social. No le gusta estar solo (en esto hay matices, hay
personas más solitarias y personas que disfrutan del contacto con otros
semejantes), necesita del afecto de una o más personas. De hecho, Abraham
Maslow fue muy claro en su Teoría de la
motivación humana (el título, y el libro original, están en inglés): luego
de satisfechas las necesidades de supervivencia fisiológica (no morir por no
poder darle al organismo las condiciones necesarias para funcionar
correctamente) y de seguridad (poder vivir en el estado de derecho y económico
en el que está inserta la sociedad actual), el siguiente escalón es la
afiliación social. Dicho de otro modo, tener
amigos, tener interacciones sociales, incluso intimidad sexual. Sólo una vez que tenemos esto
satisfecho podemos seguir subiendo hacia los niveles superiores (aunque hay
teorías que dicen que podemos seguir escalando aún si tenemos los escalones
inferiores parcialmente cumplidos).
Con
respecto al último punto, el de la intimidad sexual, mucha gente argumenta que
el ser humano, al buscar el sexo, cumple con los más básicos instintos del ser
humano. Esta teoría, si bien yo no la abono totalmente, puede ser parcialmente
cierta, y sería una buena explicación de por qué hay gente que detesta
atávicamente estar solo/a, es decir,
sin pareja. Son pocos, pero existen; de hecho, yo conozco un puñado de personas
con ese predicado en mente. De ahí a que lo puedan cumplir, ya es otra cosa.
Más allá de esta gente, lo cierto es que, para la mayoría de las personas, si
pudieran elegir entre estar en pareja o solos (entiéndase “estar en pareja” no
como algo formal, sino más bien como “tener un/a compañero/a sexual”),
elegirían lo primero. Por eso es que existen los conceptos de sex toy, touch and go, el/la que siempre está y similares, que quien lea
seguro reconocerá.
No
obstante, debido a la educación formal que recibimos casi todos los que
superamos los 20 años y vivimos en sociedades occidentalizadas, convenimos en que debe existir una sola pareja. Eso es un concepto atávico, arraigado
en gran parte debido a creencias religiosas. Últimamente esa idea está mutando
a favor de otras alternativas como la convivencia, las relaciones abiertas, los
amigos con beneficios y demás
categorías, aunque sigue arraigado. De esta manera, sería poco común que una
persona tenga más de un novio/novia, por más que tenga múltiples parejas
sexuales. Recurriendo a una analogía futbolera, uno es el titular y los demás son suplentes. O simples amantes
ocasionales. En los últimos lustros, la idea sobre la infidelidad se ha vuelto
decididamente más favorable, siendo los principales argumentos a favor que
“sirve para liberar tensiones de pareja”, “hace descubrir que la pareja oficial
es la mejor”, “puede oxigenar la relación” y otros.
¿Cuál es la
mecánica más usual en estos casos? Una persona está en pareja con otra, pero
uno de los miembros de la pareja desea algo
más. Por lo tanto, se consigue un amante, una relación ocasional. El
problema sobreviene cuando comienza a haber razones para abandonar a la primera
persona por la segunda. A esta altura, lo más probable es que la persona que
busca la relación extra-pareja aduzca confusión,
necesidad de tiempo o cualquier otro
sucedáneo.
Si bien
esta confusión es muy conocida a nivel popular con una connotación peyorativa,
tildándola de simple indirecta, arrojando un poco más de luz sobre el asunto
podemos ver que no es tan así. La confusión puede ser parcialmente cierta. ¿Recuerdan
el ejemplo del principio, el de los candidatos? Si usted no prefiere ni a
Scioli ni a Macri, pero enfrenta la necesidad de votar por uno de ellos, probablemente
se sienta confundido/a. No puede votar a los dos, porque anularía su voto. Debe
elegir entre dos candidatos que no le convencen. Un cierto alboroto es
esperable que esté ocurriendo en su cabeza.
Ahora,
llevémoslo al terreno de las relaciones interpersonales. Pensemos en una
persona enfrentada a tener que elegir dos parejas,
ninguna de las cuales le convence en un 100%. Y acá vuelve a aparecer el dilema
del elector. Hay dos posibilidades: elegir al menos malo o votar en blanco. El
problema, un problema no menor, es que todas las personas, como dice más
arriba, tienen necesidad de afecto, de intimidad (sexual o del tipo que sea).
Y, por otro lado, es poco probable que alguien esté dispuesto, cuando se le presentan
dos oportunidades, a perder o despreciar ambas. Es decir, nadie quiere quedarse sin el pan y sin la torta. El
voto en blanco, está visto, no es una opción. Y así es que la persona acaba cayendo
en el lugar común, tan conocido en ámbitos electorales: elegir al menos malo.
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