domingo, 27 de marzo de 2016

Reseña de Némesis, de Agatha Christie

¡Buenas tardes a todos! Después de mucho tiempo, vuelvo con otra reseña (yo dije, y si no será motivo de otra entrada, que soy de lectura lenta). En este caso de una muy buena novela policial de alguien que las sabe hacer un poquito bien.





















Tardé bastante en leer este libro, básicamente por dos motivos. El primero, cierta falta de coordinación entre los momentos en que me daban ganas de leer, y los momentos en que podía hacerlo. Me tomé unos dos meses enteros para leerlo, aunque a partir de cierto punto disfruté mucho de su lectura, incluso llegando a leer en el colectivo o subte (cuando lograba sentarme) y en la playa (en un fin de semana largo).

Es que es una novela que, quizás, no es atrapante desde el principio. El primer capítulo resume una serie de recuerdos en que la narradora cuenta, casi en tiempo real, los pensamientos de la protagonista. Todo parece ser una confusión de nombres en su cabeza, que es narrada con gran realismo. Siguiendo, en los primeros capítulos, que vendrían a funcionar como un preámbulo de la historia principal, no pasa naranja. Bueno, no es tan así, pero pasa poco. Se nos presenta un caso policial, sabemos muy poco, no tenemos idea para dónde agarrar…

Pero la cosa se pone un poco más jugosa pasadas las primeras 70-80 páginas (de esta edición). De repente, uno empieza a encontrar datos por aquí y por allá, sucesos, que uno no sabe si son irrelevantes o si en realidad nos dan indicios clave para la resolución del caso. En efecto, la protagonista se irá encontrando con personajes cada vez más relacionados con lo que se está investigando. Una característica que me encantó de esta novela es que, en el medio, se produce un pequeño suceso policial, una especie de caso secundario que es, en alguna manera, funcional a la historia principal. Por un tiempo, el foco está desviado, y eso oxigena la lectura, es como una parada a descansar. Esto no pasa sólo con este hecho aislado: hay, convenientemente distribuidos, capítulos que narran historias secundarias. Como en toda la novela, uno no sabe si estas historias tienen alguna relación o no con el caso. Esta ambigüedad suma muchísimos puntos.

Es interesante notar cómo la sospecha va mutando de un personaje a otro. Siempre la encargada de aventarlas es la protagonista, que pareciera tener gran intuición mezclada, a veces, con cierta maldad. Y en esto me detengo. En un punto de la lectura, es imposible no odiar a Miss Jane Marple, la protagonista. Según su propia definición, es “una vieja cotilla”, y ella misma reconoce que ésta es una de sus mejores armas para desentrañar el hecho delictivo.


“Era curiosa, hacía preguntas y era la clase de persona de la que se esperaba que las hiciera. Podías enviar a un detective privado (…) pero resultaba mucho más sencillo enviar a una anciana con el hábito de curiosear y hacer preguntas, de hablar demasiado, de querer averiguar cosas y que pareciera algo perfectamente natural”.



Y en eso basa toda su investigación. En un punto es imposible no odiar, o al menos no detestar, a esta persona a la que mucha gente no le gustaría tener encima. Calculo que se la puede emparentar (aunque de lejos) con cierta conductora de TV que tiene un programa de entrevistas, muy prestigioso y de ya varias décadas en la televisión argentina. Pero el recurso le termina dando muy buenos resultados. Volviendo a los sospechosos, cada uno de ellos es señalado por Marple sin dar demasiados argumentos, lo que refuerza lo dicho sobre ella.

El final del libro deja otro muy buen concepto. Pensar estereotipadamente puede fallar; puede salir el tiro por la culata. Se presenta un móvil para el delito, acompañado de evidencia empírica, dando a entender que la repetición de hechos llevará a que se produzca otro igual…pero la verdadera razón para que ocurra el hecho investigado termina siendo otra. Un motivo que puede ser muy realista, pero que en la novela no se da como posible hasta que, finalmente, es esclarecido el caso. Todo termina cerrando. Ah, era así, piensa uno. Un final de grandes descubrimientos.

Y ahora, llegamos al final de esta reseña. Si te gustó, dejame tu comentario abajo. Y si no, los palos también sirven

jueves, 10 de marzo de 2016

Parecía inofensiva

No entendía nada. Estaba alelado, tardé en volver en mí.
- ¿Adolfa? ¿Estás bien?
- Ponele que sí. Está oscuro acá – me respondió la voz de Adolfa, evidentemente confundida. Si yo no entendía lo que había pasado, ella menos aún.
- No he perdido ni la billetera ni los documentos – me dije, como para tranquilizarme, luego de palparme los bolsillos. Fue lo único que atiné a hacer, casi instintivamente. Luego, me había quedado inmóvil.
- Menos mal que no los perdiste. Yo tampoco. Pero, ¿para qué nos van a servir acá?
- ¡Más vale que nos sirven!, ¿por qué no deberían servirnos?
- No estamos en el mismo lugar.
- ¿Cómo que no?
- No. Si de algo estoy segura, es de eso. Me podrás decir loca, pero yo sé que no estamos en el mismo lugar.
- Pero, ¿cómo?
- ¿Cómo? ¿Te preguntás cómo? Pensalo – ya su tono de voz era entre desafiante y exasperado.
- No sabemos dónde estamos, no tenemos idea de nada y vos ya me echás la culpa. Así son ustedes.
- No, así somos nosotras no. Permitime recordarte que si no fuera por vos, no estaríamos acá.
- Siempre termino teniendo yo la culpa. ¿Y ahora qué tengo que ver?
- Vos y tu manía de tocar todo. De meter la mano en los lugares donde nadie te pide.
- Toqué un solo botón. Parecía inofensiva.
- “Toqué un solo botón” – dijo Adolfa en tono burlón.- Sí, tocaste un solo botón. Pero no tenías que tocarlo. ¿Quién te pidió que toques? ¿Quién te manda a jugar con las cosas que no conocés? ¿Meterías la mano en la boca de un león? No. Entonces, no tocás máquinas extrañas. Porque si no hacés macanas. Mirá ahora dónde nos metiste.
- Ahh, ¿ahora la culpa la tengo yo por tocar un botón de ese mamotreto todo oxidado y viejo?
- ¡Y sí! ¿No sabías lo que era? ¿No tenías idea?
- No. En las salas de exhibición las cosas generalmente no funcionan.
- Y tampoco hay que tocarlas. Por algo hay cuerdas y carteles por todos lados de “Prohibido tocar”.
- Y a pesar de todo, la gente toca igual. No me vengas ahora, ¿eh?
- ¿Pero no viste el cartel que había arriba de la máquina?
- No, ¿qué cartel?
Sinceramente, no había mirado el cartel. Debía ser uno de esos de “No tocar” o de “Prohibido fumar”.
- ¡Era la máquina del tiempo!
- Estás diciendo cualquier cosa. ¿La máquina del tiempo?
- ¡Sí! ¡Sí! – Adolfa no cabía en sí de la emoción - ¡La máquina del tiempo, hombre! ¡La del tipo este, no me acuerdo cómo era! ¡Sí! ¡Herbert Wells!
- ¡No puede ser! ¿Cómo va a estar en un museo? Esa máquina no existe. Es sólo un cuento.
- ¡Te digo que sí! ¡Y era la que vimos! Al principio yo tampoco lo creí, pero después miré al costado para ver si mencionaba al artista que había armado la maqueta, y vi que había una placa como las de las máquinas reales. Vos sabés, los motores, las máquinas de taller, esas placas que te dicen de la corriente y esas cosas bien técnicas.
- Pará. ¿Vos me estás diciendo que yo activé la mismísima Máquina del Tiempo?
- ¡Sí, eso hiciste! El botón que tocaste era el que la hacía funcionar.
- ¿Y por qué no me dijiste antes? ¿Antes que tocara el botón? ¡Nos podríamos haber ahorrado este lío!
- Es que tampoco sabía en ese momento. Yo me fui dando cuenta después, cuando rememoré las imágenes. De pronto, no podía ser otra cosa. Tenía que ser eso. Todos los caminos llevaban allí. No cabía duda.
- Ahh, claro, no sabías. Y de golpe te cae la ficha ahora. Te das cuenta, ¿no? ¡Estamos en una época distinta? – y de repente una idea se me hizo presente- ¡Ya no estamos en nuestro tiempo! ¡Las cosas que podrían saberse! ¡Podríamos vivir la historia, todo eso que vemos en los libros, sólo en fotos y en lo que nos dicen! ¡Podríamos saber si son verdad o si nos estuvieron vendiendo cualquier cosa todo este tiempo! ¡O conocer cómo va a ser la vida en el futuro de nuestro tiempo! Autos voladores, viajes en cohete, robots hogareños…
- Bueno, ya está. Mucho Asimov me parece, vos – de repente, Adolfa volvía a la realidad. Trataba de ponerle la cuota de racionalidad a la situación, en el momento en el que ésta era menos necesaria.

Pero yo también acabé por bajar a la Tierra. Un griterío afuera me sacó de ese mundo futurista, y comprendí dos cosas. Una, que no importara le época en la que estuviera, si era el futuro, la voz humana no iba a desaparecer. La gente iba a seguir hablando. Eso de alguna manera me tranquilizaba, porque no concebía un mundo sin palabras orales, sin las inflexiones de la voz humana, las tonalidades. ¿Cómo podemos comunicarnos sin hablar? En un lenguaje plano, sin emoción, monótono. O con una voz como la de los robots. Metálica. ¿Es posible un mundo así? ¿Podría alguna vez evolucionar la tecnología de manera que sea innecesaria la voz humana? No, imposible –pensé, meneando la cabeza-. No puede ser así. Nos moriríamos. Estamos hechos para comunicarnos de otra manera. Es biológico.

La segunda cosa que comprendí fue una palabra, que me sonó, después de unos segundos, muy familiar. Porque era una palabra asociada a un evento. Uno solo. Adolfa no parecía preocupada, pero una idea me cruzó la cabeza como un rayo. Ahí estábamos. De todos los posibles lugares, habíamos ido a caer a ese. Y como ya conocía la historia, me di cuenta de que algo había que hacer.
- ¡Adolfa! ¿Dónde estás? Vamos, que hay que salir de acá y subir- le dije, con tono de urgencia.
- Pero…- Adolfa no llegó a decir nada más. Por casualidad, tropecé con ella y la tomé de la mano. La arrastré hasta la puerta, que en estos momentos estaba semiabierta, y por eso podía ubicar dónde estaba. Ella al principio se resistió, pero después aflojó y me siguió. Ya no la tenía de la mano.
El pasillo estaba desierto. A la mitad encontré una escalera y la llevé hasta allí. Subimos, hasta que nos vimos bajo el mismo cielo de la noche. ¡Un frío hacía! Adolfa se quejó, y la verdad que hacían falta un buen par de sacos para guarecerse de la baja temperatura. Al menos, no había viento.

Torcí mi cabeza y lo vi. Era blanco, y muy grande. Aterrorizaba desde esa posición, en la que dominaba todo. Es que, además, era alto. Visiones de los monstruos más siniestros pasaron por mi cabeza. Claro, en la película, no se lo veía tan grande. Apenas parecía un inofensivo resto de pared a medio caer. Pero acá, frente a frente, era otra cosa. Adolfa pareció, de pronto, darse cuenta de algo. Yo, al mismo tiempo, comencé a correr.

- ¡Hay que subir ya! No hay tiempo que perder – le grité en un tono imperativo que no admitía réplica.
- Pero…
- ¡No hay tiempo! ¡Y si alguno se interpone, lo tiramos hacia el costado! No puede ser que no hagan nada. ¡Ni siquiera intentan doblar! ¿No los escuchaste? ¡Parecería como si quisieran que nos choquemos! ¡Hablaron de frenarlo! ¡Y es imposible, ¿cómo frenás esta mole de barco?!
- Nos meteríamos en un problema enorme. Estaríamos cometiendo un delito gravísimo. ¿No sabés lo que puede pasar? ¡No tenemos defensa posible!
- ¿Preferís que te juzguen en tierra los hombres, o que los peces te contemplen en el fondo del mar?

Ante esto, Adolfa se quedó callada. No encontró la réplica adecuada a tiempo. Yo ya estaba subiendo la escalera que llevaba al puente. Ella, aunque hesitando al principio, me siguió. Casi no sabía lo que estaba haciendo cuando, de un empellón, abrí la puerta del puente, que sorprendentemente estaba sin asegurar. El capitán no estaba allí. Adolfa se quedó vigilando la escalera, mientras yo giraba la rueda del timón hasta que llegó al tope. En ese momento, llegó el capitán. Del desconcierto, se quedó parado en la puerta, sin atinar a hacer nada.


Minutos después, el gran transatlántico, casi sin quererlo, esquivaba el iceberg. 

miércoles, 2 de marzo de 2016

Encuentros Casuales (BUATales #1)

Buenas a todos! Hace unas semanas, en Blogueros Unidos Argentina, un chico trajo una excelente idea, muy original por cierto.

Consistía en escribir un cuento, de extensión media ("5 a 7 mil caracteres con espacios", según su definición), sobre algún tema que elijamos. Sea como sea, la idea era remover un poco los engranajes creativos de nuestra cabeza haciéndonos producir, a nosotros que somos tan consumidores de literatura. Me encantó la iniciativa, y obviamente, me metí desde el primer día.

Hoy es el día elegido para que, finalmente, mostremos nuestra primera entrada, así que...aquí los dejo con ella. Una historia...bueno, mejor no digo nada y dejo que ustedes la lean. 






Lucía sale a caminar por la plaza una tarde, típica tarde de sábado, luego de haber almorzado y dormido la siesta. Ve un banco, se sienta y comienza a leer su ejemplar de Por quién doblan las campanas, ella, tan adepta a la literatura inglesa. Tanto, tanto, que el libro que leía estaba escrito en inglés. Varias horas más tarde, cuando la ya escasa luz del día le dificulta la lectura, coloca el señalador en la página, cierra el libro y se dispone a volver.

Allá por la salida del parque (por alguna extraña razón, en Buenos Aires, los parques están enrejados), un chico de cara redonda y ojos azules entrando al parque. Lucía lo mira para no chocarse con él, ya que la entrada, debido a arreglos en la vereda, está reducida. De repente, De pronto, ¡mariposas en la panza! Él también la estaba mirando. Lo logra esquivar con lo justo, sale a la calle y llega a la casa, donde –quizás- planifique la noche, quizás mire una película, como hace todos los sábados.

Dos días más tarde, ya lunes, Lucía en el colectivo, de ida al trabajo. Un chico de cara redonda y ojos azules se sube, en la parada siguiente a la que ella se subió. Tres con veinticinco, le dice al chofer, luego de saludarlo, cortesía que éste no devuelve, tan absorto que está en el tránsito de la mañana. El chico se para al lado del asiento donde está Lucía. Se libera el asiento al lado de ella y el chico, cortésmente, le pide acceso a él. Cruzan unas palabras, más que nada porque Lucía lleva un colgante de piedras verdes. La madre del chico resulta tener uno igual. La charla le sirve a Lucía, al menos, para pasar el tiempo del viaje, que de a ratos se vuelve tedioso por el tráfico. Ambos se bajan en distintas paradas, en el centro.

Jueves. Fila en la verdulería, Lucía está última en la cola. Llega al comercio un chico de cara redonda y ojos azules. Se pone último, como debe ser. La caída de una naranja de la pila que está al lado de ambos sirve de disparador para que surja la charla. Que si sos del barrio, que me crucé alguien igual a vos el otro día, que las manzanas están por las nubes debido a la ola de frío, que tengo que llevar acelga para la tarta, que es muy nutritiva, amo la tarta de acelga, con un par de huevos queda espectacular, y otras confesiones culinarias.

La atienden a Lucía. Lleva las plantas de acelga mencionadas, además de algunas frutas. Cuando sale del local, con alguna excusa de ocasión se queda afuera. Atienden al chico, que lleva un variopinto de frutas y verduras. Compras de la semana, que le dicen. Sale. Ve a Lucía como esperándolo afuera, porque quién va a creerse su excusa, nadie sale de un local y se queda afuera de él. Juntos van hasta el edificio de ella, que resulta estar a media cuadra del de él. En el viaje, risas, charlas sin sentido, miradas cómplices, las mismas mariposas en el estómago que había sentido en el parque. Visiblemente emocionada, Lucía abre la puerta de su edificio y sube hasta su departamento. Le toma varios minutos calmarse.

Una idea parece afirmarse en la cabeza de Lucía. Repasa. El chico del parque no tenía la cara taaaan redonda. No, no puede ser el. Pero si tenía los mismos ojos que éste… Y además era de la misma estatura, ella lo tenía que mirar ligeramente hacia arriba. La altura perfecta para caminar abrazados, piensa. Las imágenes se suceden en la cabeza de Lucía, como una gran telaraña de posibilidades, un gran árbol de probabilidades que se ramifica más y más, pero que en su raíz tiene… al chico del parque. Entre esa maraña de rosas, finalmente, Lucía concilia el sueño.

Ha llegado el domingo. Lucía y el chico de ojos azules y cara redonda van al parque. Ahora Lucía no lleva libros, pero en cambio lleva con ella la emoción de un primer encuentro. Entra al parque, ve a su chico que (tal como habían quedado) lleva un pulóver verde y un par de jeans celestes. Los diez metros que los separan son los diez metros más difíciles de recorrer que jamás ha enfrentado Lucía. Él la mira. Ella tiene la mirada en el pasto, en un árbol, en un pájaro que emprende vuelo, pero no en él. Hasta que es inevitable, lo tiene que mirar para saber adónde está. Su corazón late con tanta fuerza que ella cree tener dentro de su pecho una persona tocando el bombo. Cuando se encuentran, Lucía esquiva el desmayo por milímetros.

Charlan animadamente por un buen rato, con la compañía de un mate que cambia rítmicamente de manos, hasta que se acaba el agua. Luego todo sucede. Lucía lo ve al chico cada vez más cerca, tanto que puede observar sus pestañas y distinguirlas una de otra. El dique que contiene las emociones de Lucía se rompe con un pavoroso estallido, y ahí están los dos, libres y en las nubes…


Finalmente, Lucía y el chico salen del parque, los dedos entrelazados, el paso cadencioso, la levedad de saber que nada de lo que pasa alrededor forma parte de su mundo. Afuera, los autos se agolpan en la avenida, los conductores, entre hastiados y furiosos hacen tocar la bocina o simplemente lanzan imprecaciones. Pero Lucía y el chico de ojos azules y cara redonda no necesitan tocar bocina, ni insultar al aire. Viajan en una nube. Yo los veo alejarse por la vereda, recorriendo un camino en el que no vale correr. Y pienso en que, al fin y al cabo, todos los árboles alguna vez fueron una pequeña semilla.




¿Qué les pareció?