No entendía nada. Estaba alelado, tardé en volver en mí.
- ¿Adolfa? ¿Estás bien?
- Ponele que sí. Está oscuro acá – me respondió la voz de Adolfa,
evidentemente confundida. Si yo no entendía lo que había pasado, ella menos
aún.
- No he perdido ni la billetera ni los documentos – me dije,
como para tranquilizarme, luego de palparme los bolsillos. Fue lo único que
atiné a hacer, casi instintivamente. Luego, me había quedado inmóvil.
- Menos mal que no los perdiste. Yo tampoco. Pero, ¿para qué
nos van a servir acá?
- ¡Más vale que nos sirven!, ¿por qué no deberían servirnos?
- No estamos en el mismo lugar.
- ¿Cómo que no?
- No. Si de algo estoy segura, es de eso. Me podrás decir
loca, pero yo sé que no estamos en el mismo lugar.
- Pero, ¿cómo?
- ¿Cómo? ¿Te preguntás cómo? Pensalo – ya su tono de voz era
entre desafiante y exasperado.
- No sabemos dónde estamos, no tenemos idea de nada y vos ya
me echás la culpa. Así son ustedes.
- No, así somos nosotras no. Permitime recordarte que si no
fuera por vos, no estaríamos acá.
- Siempre termino teniendo yo la culpa. ¿Y ahora qué tengo
que ver?
- Vos y tu manía de tocar todo. De meter la mano en los
lugares donde nadie te pide.
- Toqué un solo botón. Parecía inofensiva.
- “Toqué un solo botón” – dijo Adolfa en tono burlón.- Sí,
tocaste un solo botón. Pero no tenías que tocarlo. ¿Quién te pidió que toques? ¿Quién
te manda a jugar con las cosas que no conocés? ¿Meterías la mano en la boca de
un león? No. Entonces, no tocás máquinas extrañas. Porque si no hacés macanas. Mirá
ahora dónde nos metiste.
- Ahh, ¿ahora la culpa la tengo yo por tocar un botón de ese
mamotreto todo oxidado y viejo?
- ¡Y sí! ¿No sabías lo que era? ¿No tenías idea?
- No. En las salas de exhibición las cosas generalmente no funcionan.
- Y tampoco hay que tocarlas. Por algo hay cuerdas y
carteles por todos lados de “Prohibido tocar”.
- Y a pesar de todo, la gente toca igual. No me vengas
ahora, ¿eh?
- ¿Pero no viste el cartel que había arriba de la máquina?
- No, ¿qué cartel?
Sinceramente, no había mirado el cartel. Debía ser uno de
esos de “No tocar” o de “Prohibido fumar”.
- ¡Era la máquina del tiempo!
- Estás diciendo cualquier cosa. ¿La máquina del tiempo?
- ¡Sí! ¡Sí! – Adolfa no cabía en sí de la emoción - ¡La
máquina del tiempo, hombre! ¡La del tipo este, no me acuerdo cómo era! ¡Sí!
¡Herbert Wells!
- ¡No puede ser! ¿Cómo va a estar en un museo? Esa máquina
no existe. Es sólo un cuento.
- ¡Te digo que sí! ¡Y era la que vimos! Al principio yo
tampoco lo creí, pero después miré al costado para ver si mencionaba al artista
que había armado la maqueta, y vi que había una placa como las de las máquinas
reales. Vos sabés, los motores, las máquinas de taller, esas placas que te dicen
de la corriente y esas cosas bien técnicas.
- Pará. ¿Vos me estás diciendo que yo activé la mismísima
Máquina del Tiempo?
- ¡Sí, eso hiciste! El botón que tocaste era el que la hacía
funcionar.
- ¿Y por qué no me dijiste antes? ¿Antes que tocara el
botón? ¡Nos podríamos haber ahorrado este lío!
- Es que tampoco sabía en ese momento. Yo me fui dando
cuenta después, cuando rememoré las imágenes. De pronto, no podía ser otra
cosa. Tenía que ser eso. Todos los caminos llevaban allí. No cabía duda.
- Ahh, claro, no sabías. Y de golpe te cae la ficha ahora.
Te das cuenta, ¿no? ¡Estamos en una época distinta? – y de repente una idea se
me hizo presente- ¡Ya no estamos en nuestro tiempo! ¡Las cosas que podrían
saberse! ¡Podríamos vivir la historia, todo eso que vemos en los libros, sólo
en fotos y en lo que nos dicen! ¡Podríamos saber si son verdad o si nos
estuvieron vendiendo cualquier cosa todo este tiempo! ¡O conocer cómo va a ser
la vida en el futuro de nuestro tiempo! Autos voladores, viajes en cohete,
robots hogareños…
- Bueno, ya está. Mucho Asimov me parece, vos – de repente,
Adolfa volvía a la realidad. Trataba de ponerle la cuota de racionalidad a la
situación, en el momento en el que ésta era menos necesaria.
Pero yo también acabé por bajar a la Tierra. Un griterío
afuera me sacó de ese mundo futurista, y comprendí dos cosas. Una, que no
importara le época en la que estuviera, si era el futuro, la voz humana no iba
a desaparecer. La gente iba a seguir hablando. Eso de alguna manera me
tranquilizaba, porque no concebía un mundo sin palabras orales, sin las
inflexiones de la voz humana, las tonalidades. ¿Cómo podemos comunicarnos sin
hablar? En un lenguaje plano, sin emoción, monótono. O con una voz como la de
los robots. Metálica. ¿Es posible un mundo así? ¿Podría alguna vez evolucionar
la tecnología de manera que sea innecesaria la voz humana? No, imposible
–pensé, meneando la cabeza-. No puede ser así. Nos moriríamos. Estamos hechos
para comunicarnos de otra manera. Es biológico.
La segunda cosa que comprendí fue una palabra, que me sonó,
después de unos segundos, muy familiar. Porque era una palabra asociada a un
evento. Uno solo. Adolfa no parecía preocupada, pero una idea me cruzó la
cabeza como un rayo. Ahí estábamos. De todos los posibles lugares, habíamos ido
a caer a ese. Y como ya conocía la historia, me di cuenta de que algo había que
hacer.
- ¡Adolfa! ¿Dónde estás? Vamos, que hay que salir de acá y
subir- le dije, con tono de urgencia.
- Pero…- Adolfa no llegó a decir nada más. Por casualidad,
tropecé con ella y la tomé de la mano. La arrastré hasta la puerta, que en
estos momentos estaba semiabierta, y por eso podía ubicar dónde estaba. Ella al
principio se resistió, pero después aflojó y me siguió. Ya no la tenía de la
mano.
El pasillo estaba desierto. A la mitad encontré una escalera
y la llevé hasta allí. Subimos, hasta que nos vimos bajo el mismo cielo de la
noche. ¡Un frío hacía! Adolfa se quejó, y la verdad que hacían falta un buen
par de sacos para guarecerse de la baja temperatura. Al menos, no había viento.
Torcí mi cabeza y lo vi. Era blanco, y muy grande. Aterrorizaba
desde esa posición, en la que dominaba todo. Es que, además, era alto. Visiones
de los monstruos más siniestros pasaron por mi cabeza. Claro, en la película,
no se lo veía tan grande. Apenas parecía un inofensivo resto de pared a medio
caer. Pero acá, frente a frente, era otra cosa. Adolfa pareció, de pronto,
darse cuenta de algo. Yo, al mismo tiempo, comencé a correr.
- ¡Hay que subir ya! No hay tiempo que perder – le grité en un
tono imperativo que no admitía réplica.
- Pero…
- ¡No hay tiempo! ¡Y si alguno se interpone, lo tiramos
hacia el costado! No puede ser que no hagan nada. ¡Ni siquiera intentan doblar!
¿No los escuchaste? ¡Parecería como si quisieran que nos choquemos! ¡Hablaron
de frenarlo! ¡Y es imposible, ¿cómo frenás esta mole de barco?!
- Nos meteríamos en un problema enorme. Estaríamos
cometiendo un delito gravísimo. ¿No sabés lo que puede pasar? ¡No tenemos
defensa posible!
- ¿Preferís que te juzguen en tierra los hombres, o que los
peces te contemplen en el fondo del mar?
Ante esto, Adolfa se quedó callada. No encontró la réplica
adecuada a tiempo. Yo ya estaba subiendo la escalera que llevaba al puente.
Ella, aunque hesitando al principio, me siguió. Casi no sabía lo que estaba
haciendo cuando, de un empellón, abrí la puerta del puente, que
sorprendentemente estaba sin asegurar. El capitán no estaba allí. Adolfa se
quedó vigilando la escalera, mientras yo giraba la rueda del timón hasta que
llegó al tope. En ese momento, llegó el capitán. Del desconcierto, se quedó
parado en la puerta, sin atinar a hacer nada.
Minutos después, el gran transatlántico, casi sin quererlo, esquivaba el iceberg.