viernes, 8 de septiembre de 2017

Patito, patito, ¿dónde andarás?

Tengo 150 (mg/dl) de “colesterol malo”. Eso quiere decir que
cada cierta cantidad de tiempo, 150 miligramos de colesterol
son lanzados a mis arterias con el objetivo de llegar a las células.
Es obvio que todo sistema de transporte tiene fallas, así que
es esperable que una parte de esos 150 miligramos se pierda en el
camino. Pero, en ese caso, ¿a dónde van a parar?

Buena pregunta, sobre todo porque abunda la literatura médica que nos dice que estos miligramos que se quedan en el camino van a parar a las arterias y son causante de múltiples trastornos, algunos de ellos fatales. Pero, salvo que el fallo sea muy catastrófico, nosotros ni nos damos cuenta de que esto está ocurriendo bajo nuestra piel y seguramente, si causa consecuencias, ni pensemos en esto.

Un poco más traumáticas son otras pérdidas. Por ejemplo, cuando uno llega al aeropuerto, después de un vuelo largo o bien de uno que haya tenido muchas conexiones, y va a la cinta de retiro de equipaje. Ve pasar las valijas, ve cómo algunas personas al descubrir las suyas las levantan, pasan, pasan… ¿Y la mía? “Ya va a llegar”, se dice uno, como consuelo. Después de todo, si todos reciben sus valijas en algún momento, a uno más tarde o más temprano le llegará el momento. Pero pasa el tiempo, cada vez ralean más las valijas, es más, uno vuelve a ver que pasan algunas que ya habían pasado (porque el sistema, huelga decirlo, es un ciclo), pero la propia… ni señales. Lo que sigue son reclamos, más o menos airados, oferta de hotel hasta que llegue la valija, etcétera, etcétera. Pero el tiempo perdido y la angustia vivida no se retribuyen. Al menos, está el consuelo de que ya pasó. No es algo muy común, por suerte. En 2015 se perdieron, según una estimación de una revista californiana, 6,53 valijas cada 1000 pasajeros. A las aerolíneas les cuesta, igual, un billete: en ese mismo año las compensaciones fueron de alrededor de 2.300 millones de dólares. Un vuelto.

No solamente tenemos que hablar de equipajes de viaje. Las cargas de mercadería, o de producción industrial o agrícola, también están sujetas a pérdidas o, lo que puede ser más o menos común según el lugar, a robos. En el transporte por tren, por camión o incluso por avión siempre existe el riesgo (aunque es mayor en los dos primeros medios de transporte, por moverse en tierra) de accidente o asalto. Piénsese en el Gran Robo al Tren. El 7 de agosto de 1963, un tren postal (era 1963, aún no había e-mail. Sí, hace unos años se hacían así las cosas) partió desde Glasgow (Escocia) con destino a Londres
Placa ubicada en el puente donde se perpetró
el robo al tren. A juzgar por el texto, parece
que aún tienen miedo de que vuelva a pasar 
algo ahí.
(Inglaterra), transportando, además de las usuales cartas y encomiendas, envíos certificados de dinero (una especie de remesas) por valor de varios millones de libras esterlinas. El maquinista frenó en una señal que le impedía el paso. Inmediatamente fue atacado por ladrones, que luego de ponerlo fuera de combate se dedicaron a saquear el vagón de los envíos certificados. Al llegar a Londres el tren, se descubrió que los ladrones se habían llevado 2,6 millones de libras. ¿Algo más? El maquinista sólo pudo trabajar durante dos años más debido a las heridas recibidas, y varios de los condenados por el robo escaparon poco después de ser sentenciados a distintos países. La plata, huelga decirlo, ni apareció.

Aunque hay veces que los objetos perdidos, aunque al dueño le representen -sin duda- una pérdida, pueden ofrecer una enorme oportunidad, en los ojos de algunos iluminados que los saben aprovechar. ¿Puede haber utilidad en unos cuantos objetos perdidos?

Esta es la historia. En enero de 1992 salió un barco cargado, entre otras cosas, de patitos de plástico. Sí, unos simpáticos animalitos, seguramente destinados a niños yanquis por el destino que llevaba la nave (Tacoma, EE.UU.). Cruzando el Pacífico tras haber zarpado de China, una tormenta los sorprendió en alta mar. El barco se salvó, pero al hacer el recuento de los contenedores se vio que faltaban algunos, que se habían caído por la borda. ¿El veredicto? Pérdida de contenedores por la tormenta. Se pagaron las indemnizaciones correspondientes y a otra cosa. No pasó de ser un caso contemplado en las cláusulas penales del contrato.

Estos eran los juguetes transportados, que se quería 
enviar a EE.UU. Al final llegaron, aunque acaso 
de una forma poco convencional...

Peeero…

El incidente atrajo la atención de dos oceanógrafos estadounidenses, que de inmediato se dieron cuenta de la oportunidad que se les presentaba. Ellos ya venían estudiando las corrientes oceánicas e intentando crear un modelo de las corrientes superficiales. Y hasta el momento se conocía un método: el clásico método de las botellas al mar. Palabras más, palabras menos, sea este el nombre exacto o no, la idea era lanzar al mar una cantidad de botellas (cerradas, con aire adentro, para que no se hundieran) en un punto y esperar a que aparecieran en otros puntos, en general sobre la costa. Habitualmente se lanzan entre 300 y 1000 botellas. Y en este caso contaban con casi 30.000 “botellas”!
Los patitos comenzaron a aparecer, primero en las costas de Alaska, donde los estudiosos, apenas tomaron conocimiento de la situación, ordenaron que se vigilara toda la costa del estado para detectar si aparecían patitos. Más tarde, algunos se encontraron en las costas del oeste de EE.UU. Todos estos hallazgos fueron contrastados con los resultados arrojados por el modelo que ya se tenía de las corrientes, y la realidad es que se descubrió que el modelo era muy exacto.

¿Y el resto de los patitos? Mediante el modelo existente, se conjeturó que podrían haber derivado hacia el Ártico, donde, atravesando la capa de hielo (en realidad, quedando atrapados en éste y moviéndose con él), aparecerían en el Atlántico Norte. Y así fue! Entre 2003 y 2004 empezaron a aparecer estos simpáticos juguetitos en las costas de
Uno de los patitos, hallado en la costa de Alaska.
Canadá e Islandia. Y en 2007 empezaron a aparecer en las costas de Inglaterra. La gran mayoría, empero, no aparecieron.

De todos modos, los científicos ya tenían suficiente información para corregir su modelo matemático, que de todos modos ya había demostrado bastante exactitud (por ejemplo, prediciendo el cruce del Ártico). Así, estos inocentes juguetes que un día de 1990 desaparecieron durante una tormenta en altamar ayudaron a comprender el movimiento de las aguas superficiales oceánicas en el Pacífico y Atlántico Norte.

Hubo más para los patitos: fueron protagonistas de cuentos para chicos, Disney hizo una película basada (libremente) en su historia y hasta se publicó una suerte de autobiografía (“Moby-Duck: The True Story of 28,800 Bath Toys Lost at Sea and of the Beachcombers, Oceanographers, Environmentalists, and Fools, Including the Author, Who Went in Search of Them”, vendido en EE.UU. y el Reino Unido) incluyendo entrevistas con los oceanógrafos que los usaron para su investigación.

Y para cerrar la nota, la respuesta a la pregunta del inserto. Nuestro cuerpo tiene implementado un sistema para que parte de ese colesterol perdido (junto con otras cosas) sea recuperado. De esta manera, todo se mantiene en un equilibrio, y quizás aparezca, en algún momento y en algún lugar, un grupo de médicos que puedan usar esto para descubrir algo sorprendente que no conocíamos.



domingo, 8 de enero de 2017

Nombrecitos, nombrecitos...

Imaginémoslo así. ¿Qué pasa cuando a uno le piden un nombre para alguien? Por ejemplo, cuando se trata de elegir nombre para un hijo o hija. Se busca un listado de nombres con sus significados y ahí van, el padre y la madre (o quien el toque elegir el nombre) buscando significados, viendo qué nombre les gusta más, hasta que finalmente aparece el nombre para el recién nacido.

Ponerle nombre a un bebé suele ser
una tarea complicada.

Esto no suele ser un proceso simple. Porque el nombre será algo que al niño, luego adulto, lo acompañará toda la vida. Entonces, es esperable que se le preste la mayor atención posible. Al final, el destinatario de cualquier consecuencia surgida a partir de su nombre, será el que lo porte, no el que lo eligió.

Ahora, imaginemos que este proceso lo tenemos que repetir no una, sino varias veces. Ni siquiera hablemos de tener que bautizar mellizos o trillizos, que ya es un trabajo formidable, sino que tenemos que buscar decenas de nombres. Y ya no sólo para satisfacer la necesidad de que una persona lleve un nombre decente sino pensando en que la mayoría de la gente opine eso. Es decir, pensando en la opinión pública. O, simplemente, en hacer los homenajes correctos, o condicionados por características geográficas u otras. ¿En qué caso es necesario hacer esto? Sí, seguramente haya adivinado.

En la elección de los nombres de las calles.

Claro, algunos nombres son fáciles de poner. San Martín, Mitre, Sarmiento, Belgrano, y en general los nombres de próceres argentinos son nombres que se repiten en la gran mayoría de los pueblos y ciudades de nuestro país. Otros nombres, como Rivadavia, Roca, Perón (tanto JD como Eva), Sáenz Peña, Alvear, Saavedra o Avellaneda son menos comunes, pero también se repiten bastante. Es decir que hay una lista más o menos larga de números puestos, nombres que van a aparecer siempre o casi siempre.

Cuando se acaban éstos (cosa que pasa siempre, porque las ciudades suelen tener mucho más que unas pocas calles), se suele seguir por personalidades importantes pero no tan conocidas, como miembros del Cabildo de 1810, políticos prominentes en algún momento histórico, militares (muy común en Argentina), nombres de provincias, batallas, fechas patrias (9 de julio y 25 de mayo a la cabeza). E incluso personas importantes a nivel local: intendentes, dueños de campos, etc. Por ejemplo, en San Lorenzo (cerca de Rosario), las dos avenidas principales (paralelas entre sí) se llaman San Martín y Sargento Cabral. No es poco común que en ciudades del interior las avenidas principales estén dedicadas a los fundadores de dichas ciudades. Como se ve, hay una gran fuente de posibilidades para el que las necesite.

Obviamente, todo esto no tiene validez si se ha optado por la singular y siempre salvadora
Nombrar calles de una ciudad no parece ser más fácil.
Fuente: Guía Filcar
(en estos términos) idea de numerar las calles. Los números son infinitos, así que no hay problema. Ni siquiera se necesita recurrir a negativos, decimales ni nada.


Pero esta ciudad tiene calles nombradas, y resulta que los ejemplos de nombres del párrafo anterior se acabaron, y aún hay calles que nombrar. Peor aún: una ciudad se expandió y se abrieron nuevas calles que, lógico, hay que bautizar. ¿Qué hacemos?, dicen los horrorizados funcionarios de la Municipalidad, el Gobierno de la Ciudad o el organismo correspondiente. Hay que improvisar, es la mejor solución, dicen varios. Y ahí es, señores, donde aparecen las calles que nadie sabe por qué se llaman así.

Así es como entran a nuestro querido nomenclador de calles los Tonelero, Recuerdos de Provincia, Zabala, Monroe (entiendo que no homenajea a Marilyn, pero entonces, ¿a quién?), Quesada, Coronel Díaz (con seguridad, debe haber habido muchos coroneles con ese apellido), Castañares, Patrón, Primo Tricotti, José Murias, y siguen las firmas.

Honestamente, ¿alguien sabe a quién o qué responden esos nombres?

Seguramente, las respuestas estén en oscuros archivos municipales. Pero eso es otra historia.